Compadre Lobo (México, Grijalbo, 1977) es una novela que todavía espera una lectura que haga justicia a su estimulante convocación: es, precisamente, una novela sobre la lectura y, en primer término, sobre la lectura (paradigmática) de una novela arquetípica). No es casual que Compadre Lobo esté en su quinta edición: su legibilidad es a la par festiva y placentera. Pero es también apelativa: esta novela supone todo el tiempo la mirada de la lectura como su espacio generativo. Construye ella misma el movimiento de su recepción, que interroga, critica y fascina.
Gustavo Sainz ha escrito una novela que se propone como aventura (o sea, como vivencia original) la memoria formativa del grupo juvenil (o sea, materiales novelescos por excelencia). Construir sobre una tradición el rato de lo nuevo implica suponer en la lectura una complicidad. Y, en efecto, el lector reconoce la temática narrativa del aprendizaje del ritual adulto. Pero, al mismo tiempo, implica buscar en la lectura el recomienzo de aquella aventura de iniciación. La lectura reconoce su naturaleza en este ya ocurrir que acontece como lo nuevo. Por lo tanto, la complicidad del lector sostiene a la novela como acto: la novela proviene de una especie, aquella que ha contado y seguirá contando la búsqueda heroica del yo en una aventura antiheroica. Esta primera lectura, que es paradigmática, supone a una novela arquetípica. Este es el espacio mayor donde el texto se inscribe.
Pero el acto de la novela sólo parte de la conciencia de su linaje (la novela de educación, el retrato del artista adolescente, y las variantes posibles de esta figura abierta) para, en seguida, deducir y recortar de nuestra lectura su propia revisión de un espacio cambiante. El texto, por lo mismo, ya no requiere detenerse o abundar en el relato (en las biografías del drama del aprendizaje) y puede, en cambio, ganar su libertad combinatoria en el discurso (en las variaciones, en la simultaneidad, en el tiempo discontinuo); construyendo de este modo la forma polifónica (dialógica, memorialista, analítica) con que modifica y renueva a su familia de textos.
Ya en las primeras páginas de la novela, el narrador actor que recuenta y actualiza las aventuras del grupo, emerge a la superficie del texto y propone directamente su rol de escritor como decidido por la lectura. Dice: "Deben haber sido tres o cuarto metros, pero para Lobo era una distancia imposible de precisar -como la que hay entre quienes leen esta página y yo, que la escribo -, una distancia que de pronto ingresó en la esfera misma de su obsesión nocturna" (18). Declarar esa distancia es, naturalmente, empezar a abolirla: el narrador intruso nos propone, con su intrusión, que nuestra parte de evidencia (leer, asociar) es su parte de ficción (escribir, ser leído). El acto de la lectura es una metáfora del texto: la lectura ilustra, en este caso, una supuesta distancia en el relato para quebrar otra en el acto mismo de leer. Hábilmente, Gustavo Sainz no abusará de este recurso. Responsablemente, no se intentará con estas intrusiones poner en duda la información o dramatizarla; tampoco buscar efectos de mero ingenio formal. Más interesante, este narrador intruso es alguien que subraya (literalmente: aparece como un énfasis tipográfico, en bastardillas) su papel narrativo fundamental: escribir es también leer.
En efecto, el acto de escribir que este narrador subraya es el presente del texto haciéndose, la perspectiva del recuento, el espacio delimitado como exterior. Desde allí, el narrador recupera el pasado (truculento, febril, divertido) del grupo y la figura de Lobo (el héroe urbano y nocturno), declarando que no sólo es el cronista de esa existencia errática y genuina sino también su primer lector. Así, el narrador que es miembro del grupo (actor) se transforma en su cronista (autor) desde su papel recodificador (lector). La lectura múltiple que esta novela supone requiere, por ello, enunciar al lector desde el comienzo. Y si la lectura es el código de la novela, quiere decir que el mundo que ella reformula es un universo latente, en el cual el rol de los hablantes y el sentido mismo de la comunicación están por decidirse. O sea, el mundo es reciente: tiene la zozobra, y la frescura, de una lectura primera.
Pero la inclusión del lector es una distancia irónica (el lector acompaña al narrador en su trabajo) y de ninguna manera una identificación ilusionista (esta novela no busca hacer del lector un autor más: busca hacerlo un cómplice y, por eso, un actor de su aventura y lectura).
El mismo acto de narrar es un análisis, en primer término, del rol de testigo que ha asumido el narrador. “¿Qué es lo que sé de compadre Lobo realmente?”, se detiene a preguntarse, porque "mi vida en su compañía implica asombro, rencores, complicidad" (78). De esa identidad del uno en el narrar al otro, se deriva otra vuelta al presente de la escritura: "Este libro hablará de esa complicidad." La doble complicidad es, entonces, del "actor" en la experiencia vivida y del "autor" en la escritura exteriorizándose. "Pero no pretendo desenmascararme," concluye este actor narrador-autor: es en la escritura donde se irá a cumplir la conciencia de la identidad con su vitalismo dramático y su derroche jocoso. De aquí también el carácter de épica bufa que la escritura cultivará: su inmersión popular tiene el poder de lo específico, de lo material y sensorial. Y al mismo tiempo, en este contexto fecundo la novela introduce su variante temática: la formación, el aprendizaje, la socialización, son aquí atributos de la marginalidad; lo cual intensifica la densidad crítica que tienen los sentidos frente a las formas represivas y a las formas sometidas de la sociedad adulta. Este derroche de la marginación es, interesantemente, una reserva de la salud del sujeto, cuya libertad es también su inocencia. Así, la latencia del mundo reciente se proyecta como una virtualidad intacta.
Mientras reconstruye este mundo desenfadado en la “noche animal” el narrador se lee, y duda: “De pronto siento que estoy escribiendo un libro falso; que esas no eran las palabras, ni era precisamente la situación, y que mi impericia narrativa me lleva a buscar efectismos sin nombre. La escritura no es un reflejo de la realidad me leería años después un anciano librero . O es reflejo de la única realidad: los nervios...la escritura no es un reflejo nervioso.” (89). Lo cual supone que la lectura se independiza: se desplaza de la representación a la equivalencia. La “autocrítica” juega así a favor de la ficción, cuya raíz es una inmersión en esa zona desnuda de la psiquis señalada por la violencia y el juego del deseo. La intensidad y la agonía del deseo contaminan también a la lectura del narrador autor: “Amparo Carmen Teresa Yolanda era por lo general bella y apasionada, y su torso se abría ante mí blanco como esta página , y yo leía en los poros de su piel como en las letras de este libro” (112). Lectura doble: la memoria que emerge y la escritura que fluye. Ambas, en el deseo, identifican el cuerpo del placer con el cuerpo de la lectura. “Quiero leer en ella como en este libro” (149), anuncia el narrador, en las equivalencias ganadas por esta escritura liberadora.
La novela hará también de la lectura un pleno acto de voyeurismo. El narrador recuenta las relaciones clandestinas de su mujer, Amparo, y su amigo íntimo, Lobo. La historia de esta pasión está situada en una doble perspectiva: la del narrador, que reconstruye esta aventura desde el relato de Lobo; y la del lector, que la recorre de la mano del narrador lacónicamente situado en el lugar del lector. La destreza y versatilidad narrativas de Gustavo Sainz son aquí evidentes. Lo es también la intensidad del relato erótico, su plenitud y zozobra.
La agonía de decir es otra derivación del drama de leer / escribir. Está en la naturaleza del acontecimiento, cuya novedad demanda por una realización libre y plena. Leemos: “A veces llegábamos a pensar que si pudiésemos decirlo todo seríamos totalmente incomprensibles” (149). Porque el recuento sólo puede, al final, dar testimonio de la ocurrencia fragmentada, y deducir en ella una plenitud posible. Por eso, la posibilidad de decir es connatural a la posibilidad del deseo, del vivir libre que los jóvenes insumisos se proponen. La escritura se abandona al decir para ampliar el vivir: el habla popular callejera, con su juego y su materialidad carnavalesca, sugiere esa ampliación, esa tensión. De tal modo que el relato de lo vivido es la crónica de lo escrito: “Caminan los dos, Lobos detrás, un poco ajenos a este texto que intenta rescatar sus toscas maldiciones, su espontánea sublevación, su irrupción en mitad del mediodía. Pretenden rugir pero guardan silencio. Caminan agitados como dos piojos que huyesen febrilmente por los renglones de este libro que habla de ellos” (145).
Es por esta identidad entre el mundo representado en su recomenzar libre y la escritura de un texto haciéndose, que los personajes ganarán a la vez su identidad al descubrir la pintura (Lobo), la escritura (el narrador), la pasión (ambos y Amparo); y, además, la historia colectiva (el movimiento estudiantil) que a su vez los descubre. La aventura del aprendizaje, de la identidad, es un recomienzo radical del mundo en la integridad del sujeto y su deseo. Se pregunta, y se responde, el narrador: "¿Sería Lobo un verdadero creador? Digamos que el término parece muy fuerte, muy cargado de ideas recibidas y mal controladas, y, además, muy pretencioso. Y a pesar de eso había que crearlo todo, nuestros deseos y miradas, todo" (209). Esta zona de lo nuevo (esta necesidad de empezar en el cuerpo, en el deseo) es el origen del relato (la historia del aprendizaje) y del mismo discurso (la aventura del texto y su pluralidad fecunda). Los dramas y la plenitud de la identidad son una fuerza del cambio ( “El mundo como estaba no era respirable”); y, al final, una potencialidad del “no saber” que se probará en el saber desgarrador, imprevisible, de la historia: “No sabíamos que sin esa manifestación silenciosa no habría comunicación de ninguna clase, ni poética, ni pictórica, ni musical, ni política, ni económica, ni generacional, ni amorosa, cesarían el pensamiento y la palabra” (369 y 370). En la expresión colectiva (en las marchas de estudiantes que protestan y que pronto serán masacrados) está la plenitud de esa identidad como comunicación que recomienza, como decir suficiente. Aquí culmina el aprendizaje, la formación, la aventura. Las evidencias son ahora lacónicas y conclusivas: “No sabíamos que escribir sería nuestra oportunidad de pensar carnalmente” (371). La letanía del “no saber,” en estas páginas finales, suma las evidencias ganadas del nuevo saber. La novela concluye en otra lectura: la irrupción de la historia devuelve al lector a su propio saber. Allí termina esta lectura y empieza otra.
Compadre Lobo nos propone, en última instancia, una aventura en la formación de su lectura. Desde la lengua triunfalmente oral hasta el humor de la fiesta nocturna y la escritura celebratoria, esta polifonía cómica y crítica, dramática y paródica, es una ocurrencia plena del narrar y una experiencia gratificante del leer. Al configurarse como lectura original, y al proponernos un rol articulador de esa formación que promete sostener su libertad irrestricta, esta novela, además, abandona el repertorio narrativo y la percepción codificada de lo que se ha dado en llamar “la nueva novela hispanoamericana” y que ha venido reproduciendo su virtuosismo técnico sin su fuerza creadora inicial. Más bien, esta novela de Gustavo Sainz anuncia otro movimiento, libre ya de la tecnología modernizante de aquella corriente. No en vano Compadre Lobo evoca la sensorialidad cómica de Luis Rafael Sánchez (La guaracha del Macho Camacho) la densidad de lo específico que distingue a Antonio Skármeta (Soñé que la nieve ardía), la indagación de la percepción crítica y festiva de lo popular que Gregorio Martínez (Canto de sirena) y no pocos narradores hoy reinician. Una escritura liberadora, antirrepresiva, restauradora de lo cotidiano y lo específico parece, así, configurarse como el recomienzo de una lectura de lo nuevo en América Latina.
Este artículo fue originalmente publicado en Cuadernos hispanoamericanos 381 (1982): 672-676.
Gustavo Sainz ha escrito una novela que se propone como aventura (o sea, como vivencia original) la memoria formativa del grupo juvenil (o sea, materiales novelescos por excelencia). Construir sobre una tradición el rato de lo nuevo implica suponer en la lectura una complicidad. Y, en efecto, el lector reconoce la temática narrativa del aprendizaje del ritual adulto. Pero, al mismo tiempo, implica buscar en la lectura el recomienzo de aquella aventura de iniciación. La lectura reconoce su naturaleza en este ya ocurrir que acontece como lo nuevo. Por lo tanto, la complicidad del lector sostiene a la novela como acto: la novela proviene de una especie, aquella que ha contado y seguirá contando la búsqueda heroica del yo en una aventura antiheroica. Esta primera lectura, que es paradigmática, supone a una novela arquetípica. Este es el espacio mayor donde el texto se inscribe.
Pero el acto de la novela sólo parte de la conciencia de su linaje (la novela de educación, el retrato del artista adolescente, y las variantes posibles de esta figura abierta) para, en seguida, deducir y recortar de nuestra lectura su propia revisión de un espacio cambiante. El texto, por lo mismo, ya no requiere detenerse o abundar en el relato (en las biografías del drama del aprendizaje) y puede, en cambio, ganar su libertad combinatoria en el discurso (en las variaciones, en la simultaneidad, en el tiempo discontinuo); construyendo de este modo la forma polifónica (dialógica, memorialista, analítica) con que modifica y renueva a su familia de textos.
Ya en las primeras páginas de la novela, el narrador actor que recuenta y actualiza las aventuras del grupo, emerge a la superficie del texto y propone directamente su rol de escritor como decidido por la lectura. Dice: "Deben haber sido tres o cuarto metros, pero para Lobo era una distancia imposible de precisar -como la que hay entre quienes leen esta página y yo, que la escribo -, una distancia que de pronto ingresó en la esfera misma de su obsesión nocturna" (18). Declarar esa distancia es, naturalmente, empezar a abolirla: el narrador intruso nos propone, con su intrusión, que nuestra parte de evidencia (leer, asociar) es su parte de ficción (escribir, ser leído). El acto de la lectura es una metáfora del texto: la lectura ilustra, en este caso, una supuesta distancia en el relato para quebrar otra en el acto mismo de leer. Hábilmente, Gustavo Sainz no abusará de este recurso. Responsablemente, no se intentará con estas intrusiones poner en duda la información o dramatizarla; tampoco buscar efectos de mero ingenio formal. Más interesante, este narrador intruso es alguien que subraya (literalmente: aparece como un énfasis tipográfico, en bastardillas) su papel narrativo fundamental: escribir es también leer.
En efecto, el acto de escribir que este narrador subraya es el presente del texto haciéndose, la perspectiva del recuento, el espacio delimitado como exterior. Desde allí, el narrador recupera el pasado (truculento, febril, divertido) del grupo y la figura de Lobo (el héroe urbano y nocturno), declarando que no sólo es el cronista de esa existencia errática y genuina sino también su primer lector. Así, el narrador que es miembro del grupo (actor) se transforma en su cronista (autor) desde su papel recodificador (lector). La lectura múltiple que esta novela supone requiere, por ello, enunciar al lector desde el comienzo. Y si la lectura es el código de la novela, quiere decir que el mundo que ella reformula es un universo latente, en el cual el rol de los hablantes y el sentido mismo de la comunicación están por decidirse. O sea, el mundo es reciente: tiene la zozobra, y la frescura, de una lectura primera.
Pero la inclusión del lector es una distancia irónica (el lector acompaña al narrador en su trabajo) y de ninguna manera una identificación ilusionista (esta novela no busca hacer del lector un autor más: busca hacerlo un cómplice y, por eso, un actor de su aventura y lectura).
El mismo acto de narrar es un análisis, en primer término, del rol de testigo que ha asumido el narrador. “¿Qué es lo que sé de compadre Lobo realmente?”, se detiene a preguntarse, porque "mi vida en su compañía implica asombro, rencores, complicidad" (78). De esa identidad del uno en el narrar al otro, se deriva otra vuelta al presente de la escritura: "Este libro hablará de esa complicidad." La doble complicidad es, entonces, del "actor" en la experiencia vivida y del "autor" en la escritura exteriorizándose. "Pero no pretendo desenmascararme," concluye este actor narrador-autor: es en la escritura donde se irá a cumplir la conciencia de la identidad con su vitalismo dramático y su derroche jocoso. De aquí también el carácter de épica bufa que la escritura cultivará: su inmersión popular tiene el poder de lo específico, de lo material y sensorial. Y al mismo tiempo, en este contexto fecundo la novela introduce su variante temática: la formación, el aprendizaje, la socialización, son aquí atributos de la marginalidad; lo cual intensifica la densidad crítica que tienen los sentidos frente a las formas represivas y a las formas sometidas de la sociedad adulta. Este derroche de la marginación es, interesantemente, una reserva de la salud del sujeto, cuya libertad es también su inocencia. Así, la latencia del mundo reciente se proyecta como una virtualidad intacta.
Mientras reconstruye este mundo desenfadado en la “noche animal” el narrador se lee, y duda: “De pronto siento que estoy escribiendo un libro falso; que esas no eran las palabras, ni era precisamente la situación, y que mi impericia narrativa me lleva a buscar efectismos sin nombre. La escritura no es un reflejo de la realidad me leería años después un anciano librero . O es reflejo de la única realidad: los nervios...la escritura no es un reflejo nervioso.” (89). Lo cual supone que la lectura se independiza: se desplaza de la representación a la equivalencia. La “autocrítica” juega así a favor de la ficción, cuya raíz es una inmersión en esa zona desnuda de la psiquis señalada por la violencia y el juego del deseo. La intensidad y la agonía del deseo contaminan también a la lectura del narrador autor: “Amparo Carmen Teresa Yolanda era por lo general bella y apasionada, y su torso se abría ante mí blanco como esta página , y yo leía en los poros de su piel como en las letras de este libro” (112). Lectura doble: la memoria que emerge y la escritura que fluye. Ambas, en el deseo, identifican el cuerpo del placer con el cuerpo de la lectura. “Quiero leer en ella como en este libro” (149), anuncia el narrador, en las equivalencias ganadas por esta escritura liberadora.
La novela hará también de la lectura un pleno acto de voyeurismo. El narrador recuenta las relaciones clandestinas de su mujer, Amparo, y su amigo íntimo, Lobo. La historia de esta pasión está situada en una doble perspectiva: la del narrador, que reconstruye esta aventura desde el relato de Lobo; y la del lector, que la recorre de la mano del narrador lacónicamente situado en el lugar del lector. La destreza y versatilidad narrativas de Gustavo Sainz son aquí evidentes. Lo es también la intensidad del relato erótico, su plenitud y zozobra.
La agonía de decir es otra derivación del drama de leer / escribir. Está en la naturaleza del acontecimiento, cuya novedad demanda por una realización libre y plena. Leemos: “A veces llegábamos a pensar que si pudiésemos decirlo todo seríamos totalmente incomprensibles” (149). Porque el recuento sólo puede, al final, dar testimonio de la ocurrencia fragmentada, y deducir en ella una plenitud posible. Por eso, la posibilidad de decir es connatural a la posibilidad del deseo, del vivir libre que los jóvenes insumisos se proponen. La escritura se abandona al decir para ampliar el vivir: el habla popular callejera, con su juego y su materialidad carnavalesca, sugiere esa ampliación, esa tensión. De tal modo que el relato de lo vivido es la crónica de lo escrito: “Caminan los dos, Lobos detrás, un poco ajenos a este texto que intenta rescatar sus toscas maldiciones, su espontánea sublevación, su irrupción en mitad del mediodía. Pretenden rugir pero guardan silencio. Caminan agitados como dos piojos que huyesen febrilmente por los renglones de este libro que habla de ellos” (145).
Es por esta identidad entre el mundo representado en su recomenzar libre y la escritura de un texto haciéndose, que los personajes ganarán a la vez su identidad al descubrir la pintura (Lobo), la escritura (el narrador), la pasión (ambos y Amparo); y, además, la historia colectiva (el movimiento estudiantil) que a su vez los descubre. La aventura del aprendizaje, de la identidad, es un recomienzo radical del mundo en la integridad del sujeto y su deseo. Se pregunta, y se responde, el narrador: "¿Sería Lobo un verdadero creador? Digamos que el término parece muy fuerte, muy cargado de ideas recibidas y mal controladas, y, además, muy pretencioso. Y a pesar de eso había que crearlo todo, nuestros deseos y miradas, todo" (209). Esta zona de lo nuevo (esta necesidad de empezar en el cuerpo, en el deseo) es el origen del relato (la historia del aprendizaje) y del mismo discurso (la aventura del texto y su pluralidad fecunda). Los dramas y la plenitud de la identidad son una fuerza del cambio ( “El mundo como estaba no era respirable”); y, al final, una potencialidad del “no saber” que se probará en el saber desgarrador, imprevisible, de la historia: “No sabíamos que sin esa manifestación silenciosa no habría comunicación de ninguna clase, ni poética, ni pictórica, ni musical, ni política, ni económica, ni generacional, ni amorosa, cesarían el pensamiento y la palabra” (369 y 370). En la expresión colectiva (en las marchas de estudiantes que protestan y que pronto serán masacrados) está la plenitud de esa identidad como comunicación que recomienza, como decir suficiente. Aquí culmina el aprendizaje, la formación, la aventura. Las evidencias son ahora lacónicas y conclusivas: “No sabíamos que escribir sería nuestra oportunidad de pensar carnalmente” (371). La letanía del “no saber,” en estas páginas finales, suma las evidencias ganadas del nuevo saber. La novela concluye en otra lectura: la irrupción de la historia devuelve al lector a su propio saber. Allí termina esta lectura y empieza otra.
Compadre Lobo nos propone, en última instancia, una aventura en la formación de su lectura. Desde la lengua triunfalmente oral hasta el humor de la fiesta nocturna y la escritura celebratoria, esta polifonía cómica y crítica, dramática y paródica, es una ocurrencia plena del narrar y una experiencia gratificante del leer. Al configurarse como lectura original, y al proponernos un rol articulador de esa formación que promete sostener su libertad irrestricta, esta novela, además, abandona el repertorio narrativo y la percepción codificada de lo que se ha dado en llamar “la nueva novela hispanoamericana” y que ha venido reproduciendo su virtuosismo técnico sin su fuerza creadora inicial. Más bien, esta novela de Gustavo Sainz anuncia otro movimiento, libre ya de la tecnología modernizante de aquella corriente. No en vano Compadre Lobo evoca la sensorialidad cómica de Luis Rafael Sánchez (La guaracha del Macho Camacho) la densidad de lo específico que distingue a Antonio Skármeta (Soñé que la nieve ardía), la indagación de la percepción crítica y festiva de lo popular que Gregorio Martínez (Canto de sirena) y no pocos narradores hoy reinician. Una escritura liberadora, antirrepresiva, restauradora de lo cotidiano y lo específico parece, así, configurarse como el recomienzo de una lectura de lo nuevo en América Latina.
Este artículo fue originalmente publicado en Cuadernos hispanoamericanos 381 (1982): 672-676.